¡¡Os presento a mis hijos!!
Corría en año de 1990. El cara pillo tenía 5 años. Juan, tres años mayor, era entonces un niño como tantos, que había nacido en Holanda y llevaba algo más de un año intentando adaptarse a un nuevo mundo, un nuevo idioma y una casa sin papá.
Cada primero de Junio no puedo evitar recordar el precioso momento que traerle al mundo me proporcionó. Nació después de 16 h. de parto, a las 12,15 de un 1 de Junio. Y aun recuerdo su cabecita surgir entre mis muslos y el pubis, como si yo fuese la montaña y él el sol naciente…
Pero en él dormía una necesidad: ACABAR PRONTO E IRSE.
Tardé muchos años en percibir que la vida que la mayoría damos por buena, a él le hacía daño. Curiosamente de vez en cuando le pillaba en alguna mentira, aunque lo que él le reprochaba al mundo era la sarta de engaños, la hipocresía, con que el común de los mortales se lleva aceptablemente bien.
La primera vez que me lo dijo no ví de inmediato a qué se refería, porque el ejemplo que puso era lo que le llegaba en un centro comercial. Luego sí, cómo no…Ya sólo el hecho de concebir superficies donde nos idiotizamos con objetos, moda y centros de comida rápida, mientras que tres cuartos del mundo campan a sus anchas en la casi total miseria, no deja de ser hipócrita. Por otro lado no es que uno se emocione en esos centros, no se ven caras de alegría y entusiasmo, por mucho que nos guste comprar…
Tampoco le caía bien la rutina. Intenté hacerle ver lo positivo que es la repetición de determinadas cosas, el saber que estarán ahí justo donde las esperas, lo acogedor que algunos gestos pueden resultar aun si se producen cada día…Pero el quería otra cosa. Probé a transmitirle mi visión de las mil y una maravillas que me sorprenden cada día…Más él soñaba seguramente con realidades distintas, que tampoco era capaz de generar.
Un día, a lo tonto, como tantos jóvenes, empezó a tontear con la marihuana. No es que no le hubiese advertido de los peligros de tomarse la droga como algo insustancial…Le conté que había existido siempre, aunque antiguamente y aun hoy los que buscan en ella una vía de elevación, no lo hacen solos sino con su maestro y bajo muy particulares condiciones, que jugar con ella era muy arriesgado. No obstante el elegió el camino del atontamiento gracioso, como si de esas otras drogas más habituales y de efectos muy conocidos ( alcohol, tabaco…) se tratase. Ignoraba desde luego que a él le iba a despertar como ocurre a veces, una enfermedad mental. Al comienzo vivió la euforia, las risas compartidas con amigos… Después entró en una profunda depresión, que a penas le abandonó hasta su marcha.
Uno puede buscar en sí mismo los errores que como padre-madre seguramente cometió y hacerse trizas el alma tratando de saber por qué ese ser al que uno ama y trata de guiar de la mejor forma que se le ocurre en cada situación, un buen día intenta el suicidio. Sin embargo, aunque no es que piense o sienta que fui todo lo correcta que sería posible en su trato y educación, sé que las cosas suceden exactamente como han de suceder para ampliación de la información que poseemos inconscientemente, para avivarla y comprender. Para comprenderse y conocerse.
Un día llegué a casa. Él estaba en su asiento, en su mesa escritorio y cogía un machete con ambas manos al tiempo que me saludaba preguntando:
¿Qué piensas que es mejor clavarlo de abajo arriba en el estómago, o directamente de golpe en el bazo…?
Extraña pregunta pensaréis…Sí. lo admito, aun si en esos días la muerte era tema habitual entre nosotros. Entonces, en un fogonazo rápido vi una serie de imágenes en mi cabeza. Le vi muriendo en la guerra de secesión americana, le vi haciéndose el harakiri en japón y con una certeza que no sé explicar, supe que mi hijo había vivido muchas vidas en extremo breves, que nacía y crecía a penas, para desear escapar del encierro que ser un ser humano le parecía. E igualmente supe que mi papel a su lado era prolongar su vida cuanto fuera posible y dependiera de mi.
Ese jugueteo con su vida le llevo a inyectarse aguarrás (terepatina) entre las costillas. Lo planeó cuidadosamente hasta los detalles más nimios. Primero probó en su glúteo. Quería saber a qué se enfrentaba. Cómo escondió ante mis ojos la cojera que le produjo, lo ignoro. Sé que su hermano sabía de ello y no me advirtió a tiempo. Hizo su testamento vital, despidiéndose de todos; compró un paquete de rubio americano, habitualmente fuera de su alcance monetario, para celebrar su despedida y esperó a que le deseara buenas noches, creyendo que así no habría modo de impedir su acción. Lo que no sabía era que un glúteo esta rodeado de lipocitos, que es carne por así decir «cerrada». Los pulmones son como esponjas sometidos al contacto continuo con el oxígeno del aire, algo altamente combustible. Se preparó una jeringuilla de 10 ml. y llegado en instante presionó el émbolo con toda su fuerza. Eso fue su salvación, porque introducir un líquido en el cuerpo ha de hacerse despacio. Así que en realidad sólo consiguió meterse 2 ml. Aun así, casi no lo cuenta.
Pasó cinco días, más muerto que vivo, en la Unidad de cuidados intensivos. No servía de mucho preguntar a los médicos sobre la evolución de su mal. Aquello no estaba en los libros. Era el primer y único caso que habían conocido de tal atrocidad. Luego pasó tres meses recuperándose y volvimos a la vida normal. Bueno, casi normal, porque él seguía acariciando su proyecto de morir.
No voy a entretenerme en contar aquí cuánto hicimos por tratar de llegarle, de contener ese deseo suicida que le poseía, familiares, amigos, su hermano y yo misma. Eso no evitó que un año antes de abandonarnos me pidiera que le llevara a Holanda: «Quiero ver mi país por última vez». ¿ULTIMA? Sí. Así lo dijo: última. Y fue la última. ¡¡Tan seguro estaba de que triunfaría en salir de aquí!!
Recuerdo que le dije algo así:
» ¡Tu crees que te mueres y ya! Crees que con desaparecer desaparecerán tus angustias, tus miedos, tu caos, tu muerta mente según sueles decir…Pero que sepas, que al morir nos vamos tal y como estamos aquí, que tu cuerpo ya no será tu casa, pero lo que eres sentirá exactamente la misma frustración que experimentas estando vivo. Con una salvedad. Aquí mientras duermes, descansas. Allí no hay sueño, ni posibilidad fácil de deshacer los nudos que te han traído al malestar que experimentas. Yo así lo creía y lo creo, pero de todos modos era el único argumento algo más sólido que podía ofrecerle…
Le llamé JUAN. No fue casual. En primer lugar, había oído que los nombres cortos servían mejor a las criaturas para identificar el que era su apelativo. Por otro lado, yo vivía entonces en Holanda y había un montón de nombres bonitos para escoger. Pero pensé que mis padres y mi gente lo encontrarían raro, que tal vez lo pronunciasen mal y desistí de los neerlandeses. Hacía años había decidido que el mejor nombre para mi hijo sería DAVID. El rey bíblico David se me antojaba el mejor amigo de Dios entre los hombres, tan cercano a Él, tan arrepentido luego de sus equivocaciones, tan brillante en sus salmos…Pero ya embarazada, David me parecía horrible. Tuve que buscar otro. ¿Quién era el otro mejor amigo de Dios? Juan, el evangelista. Le llamaban «el discípulo amado» incluso. Y había una razón todavía de más peso espiritual para mí. Hay un pasaje del evangelio de Juan en que un Jesús resucitado pasea por la playa con Pedro y Juan se les une. Pedro protesta y Jesús le dice:
«SI YO QUISIERA QUE ESTE PERMANECIESE HASTA QUE YO VENGA…¿A TI QUÉ?
Ponerle a mi hijo su nombre era como tener a mi lado a Jesús, a alguien a quien amaba sobremanera. Era como sentir su vida latiendo muy próxima y ese fue por fin su nombre. Mi marido no se opuso. Luego fueron los holandeses los que no pronunciaban bien su nombre. Es más. Cuando le matriculé en el colegio le pedí a su director que le llamasen: «J U A N» y no «Júan» como solía ocurrir y él me dijo que para que sonase así en neerlandés debería advertir a sus profes que lo leyesen así: «Gwan». ¡Cosas de la fonética!
La muerte, a menudo sorprende aun si está anunciada. No estaba con él cuando mis hijos tuvieron la idea de jugar con fuego, más bien con mi coche y una noche se dedicaron a derrapar con él en unos 60 o 70 m. de distancia, poniendo cada vez a mayor velocidad el coche. Juan salió despedido por la ventana, cosa que es increíble, porque pesaba 90 kg. y medía 2 m. La ventana no es tan grande…¿No? Pero quien daba la lata a cualquiera para que se pusiera el cinturón de seguridad, incluso en recorridos pequeños, aquella noche no lo llevaba puesto.
El automóvil quedó como una croqueta. Su forma original había desaparecido y de los golpes que recibió parecía alargado y espacio sin roces o hundimientos. Verlo me hizo llorar inconteniblemente. Aquel era el lugar postrero que le oyó reír…Aquel vehículo había sido testigo de muchas conversaciones con mis hijos…Allí le expliqué que su padre no era un borracho desgraciado, sino una persona terriblemente maltratada e incapaz de resurgir, por ejemplo…Allí les hable de los homosexuales, de otras formas de vivir el sexo, de la prostitución…Era consciente de que mis palabras no se escaparían, de que en trayectos largos no les cabía otro remedio que oírme, espero que escucharme…
Dejé a mi hijo ir. Su ser tenía mejores cosas que hacer que rodearme porque mi dolor le atase. Supe que ante la pena de los vivos, los muertos se sienten adheridos al dolor de los suyos, dificultando su evolución más allá y conseguí soltarle como un maravilloso globito de gas que sigue más allá de la estratosfera. Desde entonces le siento de una forma tenue en mí. Deseo con toda mi alma abrazar a mi gigante, que sé que vendrá a mi encuentro el día que yo me vaya. A veces le digo alguna cosa. Pero ante todo sé, que nuestra vida juntos le permitirá vivir de nuevo, para esta vez morir de muerte natural.
No soy fan de videntes y cosas raras…Aunque a través de una amiga que sí consultó a una, él me informó de lo único que me quedaba por saber y sentir de él. A las semanas de su muerte yo había leído los infinitos folios que escribió durante su convalecencia. Allí reflejaba una madre horrenda y creí que no me quería. Más que una idea fija, era como un rumor en mí que no había contado a nadie aun, cuando mi amiga me mandó sus palabras:
«AGRADEZCO EL MODO EN QUE LO HAS LLEVADO. Me ha ayudado mucho. Estoy ahora como en tu regazo, acogido y bien . Ahora valoro más el amor que nos teníamos, que es… ¡Tan grande máma!».
He de decir que muy pocos me vieron llorar su muerte. No porque me escondiese, sino porque lloré muy poco. Comprendí que era su hora, que la vida no viene con un certificado de duración y que aun con sus 21 años había vivido lo que necesitaba vivir.
Sólo nos separa la piel. Lo que de él quería vivir me lo pasó a mi. Y si alguna vez deseé morir, eso se lo llevó él consigo. Soy algo de él vivo y mi corazón agradece que me diera la vida. Si tras su accidente hubiera sobrevivido, para mí se habría acabado la existencia común. Cuidarle de día y de noche, a mi adorado vegetal, hubiera sido mi sino. Pero mi gigante no quiso engancharse, ni engancharme a una tortura segura y se fue.
El día 3 de Agosto hará 14 años. Para mi, sigue vivo, en otra dimensión, tal vez ya renació, vive de otro modo, más nuestro lazo de amor pervive.