A menudo aceptamos que «tenemos defectos» y añadimos, como para disculparnos: TODO EL MUNDO LOS TIENE. Y además reiteramos: NADIE es PERFECTO.
Nacimos auténticos y nos fuimos adulterando para adaptarnos a un mundo de cuidadas maneras. Fuimos cuidadosamente aleccionados para «parecer» y no para seguir siendo auténticos.
Lo autentico es natural. Pero parece como si no pudiésemos dejar a la naturaleza expresarse en nosotros y a cambio se nos hiciera preciso crear una imagen aceptable de nosotros mismos para transitar por los mundos de Dios.
Lo perfecto es sólo lo que resulta efectivo, productivo, eficaz. No es perfecto uno por obedecer a los patrones de conducta sociales, aun si nos cuesta tanto salirnos de ellos por miedo a ser…AUTÉNTICOS. Auténticos y posiblemente rechazados.
Pero lo grande de la Vida es que no te permite por mucho tiempo autoengañarte.
Hace hoy exactamente 13 años que despedía a un hijo que parí con amor y concebimos del mismo modo: CON AMOR.
Un joven hombre decidía con 18 años poner fin a su vida. Preparó aquel acto concienzudamente. Pensó mucho cómo lograrlo, sin llamar la atención, sin rastros de sangre…Y escogió un modo inédito: Inyectarse aguarrás, terepatina, entre sus costillas. Probó el efecto en una nalga días antes. Quería saber a qué dolor se enfrentaba.
Se despidió por carta, dando gracias a todos. Compró un paquete de la marca de cigarrillos que habitualmente no podía fumar por cara, como forma de brindis último con la existencia. Y se fue a la cama para dormir para siempre.
Unos gritos me hicieron saltar a mí de la cama y correr a la habitación contigua, para abrir de golpe su puerta y contemplarle entre nubes de humo transido por un dolor de los fuertes. A las pocas horas de esto oíamos su hermano y yo, rodeados de nuestra gente, que era muy probable que muriese si su cuerpo no conseguía vencer y no pasaba las próximas horas. Lo había consumado. Venía ya tonteando con la idea de morir desde hacía tiempo. Pero ahora ya estaba hecho.
Sin embargo esto fue sólo la antesala, la preparación de la que sí llegó un 3 de Agosto como hoy. La pleura, esa capa que envuelve los pulmones reteniendo el aire que nos da la vida cada inspiración, quedó para siempre dañada. Donde se inyectó se hizo una herida que no cicatrizó del todo, dejando poroso un tejido hecho para ser barrera, no red por tupida que fuese.
Los meses anteriores a su marcha hube de darme de baja por una depresión reactiva, es decir que se produce como reacción a una situación vivida. Era imposible estar con niños pequeños y sentir que en mi casa en cualquier momento mi hijo podía volver a repetir su intento. La pena y la preocupación me impedían realizar bien mi tarea de «profe».
Así pues fui su guardián y aquello tensó mis nervios tanto, que cuando parecía que iniciaba su recuperación, que la idea de morir daba paso a la de seguir vivo, me permití ausentarme unos días. Su novia era suficiente garantía de vida, pues habían vuelto entre tanto y estaban más enamorados que nunca.
Pero por más que nos empeñemos en resistirnos, en vivir de espaldas a la muerte, hay quien no «firma» por ochenta, noventa o más años de vida. Firma por los necesarios y él había firmado por 21. Nada de este mundo le atraía y me lo dijo de todas las formas posibles. Sólo el oasis de su tierno primer amor parecía ser un buen asidero.
El día anterior a mi proyectada vuelta, de madrugada, su hermano aterrorizado, me decía por teléfono que yacía a su lado inconsciente tras un accidente de coche. Todos los resortes y recursos me hicieron volar a su lado.
Nos permitió a todos despedirnos de él. Durante cinco días desde su inconciencia, pudimos prepararnos para un acto final que era aun dudoso. ¡Era tan joven y tan sano! Había un pequeño porcentaje de probabilidades para gente con un severo traumatismo encéfalo craneal como el suyo, a decir de los médicos…
Y uno en principio vota por la vida, desechando la idea de que muera por tocado que parezca su organismo…
No obstante paulatinamente ante mí se iba abríendo un futuro muy negro. Media 2 metros y pesaba 90 kilos. En dominio de sus facultades ya había dejado muy claro un nulo interés por vivir. Si sobrevivía iba a estar mudo y sin movimiento decía el médico. Es decir, si vivía estaría condenado a aguantar una existencia en silencio, que además odiaba, atado con seguridad a una silla de ruedas.
Yo por mi parte empecé a darme cuenta de que esa supervivencia iba a consistir para mi en una entrega total a su vida, cercenando totalmente la mía. Me empecé a angustiar por momentos al descubrir las posibilidades que ante nosotros se estaban abriendo.
La opinión que sobre mi como madre tenía yo era buena, buenísima. Él mismo me había felicitado una noche en la cocina, mientras recogía lo de la cena, dándome un abrazo y diciendo que si no me daba cuenta de lo que había hecho con ellos dos…, del mérito que tenía nuestra relación y de cómo había conseguido ser madre y ser querida por mis dos hijos que me confesaban sus más íntimas cuestiones.
Pero de golpe me vi evaluando, no fríamente, pero sí con la cabeza que no con el corazón la situación que se podía plantear si sobrevivía. No más vida social, no más trabajo, no más nada que no fuera cuidarle y me entró pánico.
El pánico no lo causaba si quiera la posible circunstancia en que podía degenerar todo, sino que siendo su madre fuera capaz de pensar antes en mí que en él, que era el que iba a llevarse la peor parte.
Entonces me pregunté qué clase de amor-mierda sentía yo por mi hijo.
¿Era real ese amor en el que toda mi vida había creído?¿Era yo quien anteponía, si quiera mentalmente, mi vida a la suya? ¿Dónde estaba la madre amante y dedicada, siempre ocupada en ellos? ¿Qué clase de mentira me llevaba contando desde niña, cuando tenía tantas ganas de ser mamá?
Sin piedad me pregunté si le amaba y para mi sorpresa no podía, no me atrevía a responder. ¿Era entonces tan pésima madre que no podía acercarme a su oído y decirle que era mi hijo amado y que se quedase, si quería, con nosotros?¿ No iba yo a ser capaz de brindarle la vida de nuevo? ¿Sólo le quería si estaba sano y fuerte?
La desesperación se apoderó de mi un buen rato. Lloré impotente, porque no podía tener compasión de mis dudas, cuando él se debatía entre la vida y la muerte y yo sentía un egoísmo defensivo, que no estaba a la altura de la imagen de madre que yo tenía sobre mí.
El egoísmo que yo sentía no era sólo un defecto. Era una condena expresa a que continuase viviendo y una madre es por definición dadora de vida, no piensa en sí, sino en entregarse.
Había tocado suelo y como decía más arriba, menos mal que la vida no te permite eternamente autoengañarte. Ahí estaba yo, con mi miedo a que viviera y a que muriera y entre ambas cosas un «yo» que pugna por sus derechos, frente a la idea y el sentimiento de maternidad que en la imagen de mi misma parecía antes tan nítido y grande.
El infierno tiene otra ventaja a parte de las que expresé en el Uno de este tema. Te desnuda. Te sitúa frente a frente con la dualidad que somos. Somos el ángel capaz de dar su vida por el amado, incluso por el extraño, pero somos también el demonio que sólo busca su interés.
Experimentar esta división interna te destroza, pero tiene la virtud de exponer tu auténtico «yo» desprovisto de ñoñerías, de velos disimuladores. Te hace afrontar lo quieras o no, que lo mejor de ti no es simple y bueno como creíste siempre, sino complejo y cercano (demasiado…) al mal más genuino. Te sitúa ante un dilema de difícil solución, pues no puedes aceptar así a bote pronto, que puedas ser bueno y malo.
Desde el conocido: «Pórtate bien», de la infancia, uno ha ido creándose una imagen en la que se dice defectuoso (poco…) y le cuesta enumerar sus virtudes por falsa modestia.Con esa idea, esa imagen personal se puede vivir más o menos autocontrolado y tranquilo mientras no llegue una ocasión brutal como la que yo vivía, en la que la mentira de lo buenos que somos se parte en pedazos ante los sentimientos crudos que uno no puede ya más negar.
Y entonces desciendes al infierno, a uno de ellos, pues no es posible ser y no ser a un tiempo, no desde dentro. Has de encontrar una salida a la confusión, al dolor de saberte también «malo»….¡¡Con lo que nos costó tragar y dominar esos impulsos tan fuertes que por «bondad» reprimimos con tanto arte!!
Yo imaginé entonces a mi hijo muriendo, muerto ya también…Y entonces algo en mi se resistió violentamente a sentirle muerto. Vi que a pesar de mi, optaba por su vida y me di cuenta de que sí que LE QUERÍA. ¡Ya podía correr a su lado y decírselo sin mentir!
Desde aquella noche no obstante, sé que soy de dos formas. Soy la mujer buena que quiero ser, pero también la mujer que me enseñaron que era despreciable. Soy la buena y la mala madre. Soy la divina, pero también la humana.
Y sé ahora que no hay mal alguno en ser HUMANA. Sólo desde mi humanidad puedo comprenderme y comprender a mis semejantes. Sólo si acepto que mi vida tiene al menos dos caras, puedo mirar en la eternidad a mi hijo y decirle ahora:
Te AMO.
Amar no pude significar cortarse un trozo, partir un imán o una moneda. Uno es completo. En cada ser humano convive la virtud y el sadismo. Y uno puede seguir creyéndose buena persona desde la negación de esa otra cara de la moneda, o desde creerse sólo la parte positiva del imán. Puede.
Pero…¿Es esa la forma de conocerse y aceptarse? ¿Es eso conocerse, o es más bien mentirse descaradamente por si alguien se da cuenta y nos repudia?
Otra cosa buena de bajar a los infiernos: Después de hacerlo, el qué dirán cuenta poco.
Uno se da cuenta de dónde proceden los juicios y críticas más acerbos, más destructivos en potencia. No hay juez más severo, drástico y cruel que YO MISMO. ¡¡Pasamos demasiado tiempo cultivando una imagen parcial y exigiendo a los demás que sean como nosotros creemos que hay que ser!! Así que si toca juzgar, descuida que nadie te hará un juicio más atroz que tu mismo.
A menudo nos entontecemos con cosas en la vida para evitar llegar a situaciones extremas como la que describo. Hobbies, trabajo, actividades mil nos pueblan la vida con nuestro consentimiento. Pero eso no nos da la felicidad duradera.
Hasta que no seamos conscientes de ser el bien y el mal y de que serlo no es un error sino ser auténticos como niños que rabian y ríen sin pudor de inmediato, seremos ADULTOS, adulterados seres por una falsa imagen que intentamos mantener… Aunque seguir actuando así nos aleje de CONOCERNOS y de AMARNOS.
Mi hijo me dio la vida con su muerte hace ahora trece años y ya no voy a desperdiciarla mintiéndome ni un minuto más.