DIOS

Mirando atrás, busco en mi historia cuando aparece Dios. Supongo que como para muchos en la cuna, cuando mamá rezaba conmigo : «Jesusito de mi vida eres niño como yo».

Después llegó la comunión. Tenía 6 años y medio. Me prepararon ilustrándome sobre el infierno y el pecado. Todo ello se añadía a los frecuentes comentarios sobre ser buena con mi hermanito… Y paulatinamente fui consciente de un sentimiento cuya repercusión separó definitivamente a Dios de mi y de mi mundo: EL INMERECIMIENTO.

¿Cuántas veces dije en misa: «Señor  no soy digna de que entres en mi casa»?  Cientos, miles de veces sellé mi conciencia de pecadora. Dios no podía quererme. Era reo de culpas bien delimitadas por la comedura de coco vertida sobre mi inocencia e ingenuidad.

¿Qué era Dios entonces?

Un anciano a quien pedir perdón, lejano allá en los Cielos que ¡vaya usted a saber qué eran!, un ser castigador si no me enmendaba.  Y lograrlo era tan difícil que mi culpa crecía. La confesión, la  borraba a veces para minutos después de pisar fuera del templo, ser de nuevo algo odioso a Dios…INDIGNA de su cuidado, de su amor…

Largo tiempo corrí en busca de un imposible, llena de culpa, arrastrando su peso, colocando a Dios tan lejos de mi como el Cielo prometido a los justos.

Culpa, miedo, inmerecimiento, y el olvido de la naturaleza que nos corresponde, son el lastre que nos lleva a pagar con sufrimiento. Parece que si uno sufre se hace merecedor de que Dios te mire y se compadezca…Y ciertamente mi vida ha estado marcada por muchas formas de dolor.

Dios arriba. Yo pecadora abajo, aguantando mecha hasta que la muerte me pusiera frente a Él, que me alejaría hasta purgar mis faltas…Tantas…, que no era apta para aspirar al Cielo. Buscaba nuevas formas de dolor…, tal vez mi pena haría  a Dios absolverme.

Paralelamente mi fe me mantenía viva y buscaba en Jesús el cómo salir de una concepción de la vida tan nefasta. No culpaba a Dios de los desmanes del mundo, ni me sentía sola a pesar de creerme pecadora.

Un día algo me cambió.

Fue una palabra. Sólo una: ARREPENTÍOS. Se encuentra en el evangelio, a veces traducida por CONVERTÍOS.

No es igual. Es tanta la diferencia, que merece la pena indagar.

Arrepentirse es sentirse tan mal por lo hecho, que necesitas borrarlo y pagar un precio por ello. Convertirse es un término difuso, poco claro…¿Convertirse en «qué»?

Ni una, ni otra valían, aun si yo lo creí.

El término hebreo que Jesús empleaba era TESUVAH. «Tesuvah» significa girar 180 grados, es decir dar media vuelta alejándose, o sea caminar en sentido opuesto a la dirección que  llevas. Sin reproches, ni culpa por haber ido en la dirección opuesta al Reino de los Cielos. Jesús no culpa en ningún caso. Y si no hay culpa para Él, tampoco castigo.

Es decir: Descubrí que ir en contra de la ley de Dios no te hacía culpable. Sólo desgraciado, infeliz. Jesús no insiste en los errores, sino en señalar cómo ser feliz.

Las iglesias le ensalzaron. Le separaron de nosotros al convertirlo en Dios, en modelo único y en intermediario entre Dios y el hombre. Pero Jesús dice en el evangelio: COSAS MAS GRANDES QUE YO HARÉIS.

Algo no cuadraba. Si Él dice que yo puedo hacer algo mayor de lo que Él hizo, no puedo ser el pecador que yo creí ser.

Cuando más perdida me he sentido le he mirado a Él. Miré su vida y no le sentí muerto. Me respondía de muchas maneras, me acompañaba…Aunque siempre era otro. Quiero decir que ni comulgando me sentía UNO con Él. Como mucho habitaba «mi casa», mi yo, un ratito todo lo más…

Su palabra dicha años antes de que fuera escrita, pudo haber sido tergiversada y cada traducción es evidente que la ha ido cambiando a favor de quienes a su través querían dominar a la humanidad. Pero cuando una frase te impacta, cuando alguien que te importa y admiras dice algo y lo cuentas y repites mil veces lo dicho por él, ella, no se cambian los significados. Si el dijo que «era el camino», que Él era la Vida, algo así fácil de traducir, breve pero determinante, tiene muchos visos de haber sido dicho por Él.

En todo caso esta frase es base de mi fe en la existencia. Descartes construyó el pensamiento científico desde otra frase: «Pienso, luego existo». Para mi la piedra angular es creer en la palabra de un hombre, ajusticiado hace 2000 años, al que siento vivo y cuyas acciones son el camino a la felicidad.

Dijo también que Dios y él eran uno y el mismo. Y yo creo, sé que ese es el camino: LLEGAR A SABER, SENTIR Y CREER que SOMOS UNO CON DIOS, al menos como pensamiento básico para construir la vida.

La ciencia señala como origen de todo un estado vacío de la materia cargado de ondas invisibles, que se hacen visibles a veces como partículas. Estas se entremezclan en forma de átomos, generando los cuerpos y elementos que los ojos ven y llamamos mundo real. Supe que David Bohm, premio nobel de Física junto a  John Wheeler definieron ese estado que llamaron vació cuántico, como las religiones y filosofías antiguas definían a Dios:  «Una fuente inagotable de energía, situada más allá del espacio y del tiempo, dotada de variables ocultas». Otros añadieron desde la ciencia, que en ese vacío había un orden implícito, con una progresiva capacidad de complejidad infinita.

No lo llamaron Dios. Desde el Siglo de las Luces la ciencia se separó de la filosofía y de la religión. Es un pecado para un científico hablar de cosas que no puede demostrar cada vez bajo las mismas circunstancias. No obstante me da igual que llamen «energía» a Dios.

Quien siente a Dios, sabe que es una energía inagotable y que se sale del aquí y del ahora, con capacidad de crear manifestándose.

Quien no lo siente, puede negar a Dios hasta que muere. Entonces sin su yo, descubre que uno «es» en el gran Yo y que siempre está, aun si se presta a condensarse, por así decir, en un cuerpo humano. Quienes desde la ciencia negaron a Dios, o desde la propia convicción a la vista de la aparente injusticia de la vida, si experimentan una muerte técnica y reviven, cuentan de otro modo la película. Hay testimonios múltiples ya de lo que hay al otro lado. Los hubo siempre: El libro tibetano de los muertos, o el Egipcio, a parte de tantos testimonios acallados (por miedo a ser declarados locos) de gente muy corriente.

Hace poco volvía a casa por un paraje de extraordinaria belleza y escuchaba una canción de Pilar Zaragoza que canta al cuerpo con estas palabras:

«CUERPO MÍO,

LUZ QUE ME HABITAS…»

Una vez Dios dijo que habitaría en el corazón de los hombres. «El, que dio luz y generó la materia, según el Génesis, es la luz que habita mi cuerpo» pensé mientras sentía todo lo que me rodeaba, mi propio cuerpo y mis manos dirigiendo el volante de mi coche, también ese volante, todo unido estaba siendo Dios visible.

Tanto tiempo sentí que buscaba a Dios sin saber dónde estaba, tanta desesperación por sentirme desgraciada a perpetuidad y sin derecho al Cielo y de repente… Dios lo habitaba todo, era el elemento que constituye lo que soy y lo que miro. Nunca estuvo lejos, sino tiernamente representado en cosas, rocas, plantas y animales…Y por supuesto en cualquier ser humano, yo misma incluida…

Hacía mucho que sabía que Dios es todo, pero nunca había tenido la sensación y la idea de que realmente uno no puede escapar de Dios, porque está hecho de Él y que Dios no es masculino, sino Ser que cuida como madre e instruye como padre. Recordé otras palabras de Jesús: «Tu busca el Reino de los Cielos, lo demás se te dará por añadidura». Conducía deprisa y por vez primera sin miedo. Podía morir y si hubiera ocurrido hubiera muerto feliz, pero lo que sentía no era la cercanía de la muerte, sino la certeza de que la VIDA es generosa y sabia. Nos protege y otorga todo lo necesario en cada momento…

Siempre busqué la felicidad. Y he visto mi bienestar nacer de sentirme unida a lo que me rodea y a quienes me rodean. Sé que cada cual sigue el camino a su aire. Algún día todos sentirán que DIOS Y YO SOMOS UNO, tal y como Jesús lo sintió.

Ahora, Dios ya no es esa cosa extraña lejana a mi. Es cuanto está en mi vida y tiene múltiples facetas. Y me toca a mi cuidarle. Sí, cada cosa, cada acto, cada criatura es mía, es de Dios y es mía.

Dios me habita, no como un huésped cuya visita puede terminar. Dios vive la VIDA de todos y en todo. Es uno con todos, aun si nosotros lo ignoramos.

Lo sabía, pero lo sentí en ese viaje de vuelta a casa, nunca mejor dicho, pues me llevó «a mi casa»: esa de la que salí un día como hijo pródigo, para volver hoy digna de ser llamada HIJO.

Ser HIJO es realizar un camino de ida y vuelta. Es Dios que se olvida de qué y quién es y se materializa para descubrirse un día vivo en la Vida común, mediante esa conciencia de unidad que uno percibe.

Serlo no es para después de muertos, ni pertenece sólo a Jesús. Jesús lo logró como otros pocos antes, pero lo constituyó mensaje para la humanidad entera. Es como una tarta única de la que al comer conoces la noticia de la unidad en la creación. No hay hijos de Dios. Dios sólo tiene un HIJO. Es Él mismo cuando vive la materia y se redescubre en ella. Para ello recorre un camino largo aparentemente, aunque más allá del espacio y el tiempo es instantáneo.

Eres tu, soy yo, cuando nos sumamos a la vivencia de serlo todo y de estar en todos. Dios se viste con muchos trajes, pero no deja jamás de ser Uno.

La experiencia acaba.

Vuelves al «traje», experimentas la separación aparente de cosas y personas. Aunque no olvidarás que estás aquí para dar esa noticia a quien quiera oírla, ni que sentiste la unión absoluta de cuanto hay.

De pronto soy madre de todos los hombres y mujeres del mundo. Cuidaré y protegeré a mis niños, les animaré a crecer y descubrir que ellos también son Dios, vestidos de una personalidad única y especial, capaces de descubrir que el Reino de los Cielos ya bajó a la tierra. La tierra y el mundo son benditos, a pesar de la guerra, el hambre, la corrupción y cuanto hemos maldecido.

Mira con otros ojos al culpable, sobre todo a ti mismo, porque merecemos el Cielo y somos plenamente dignos de él. Mereces ser feliz.

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