Cuando tenía 9 años mi profe de dibujo nos retó a pintar la felicidad. Yo pinté una tarta de cumpleaños, porque entonces el día más feliz del año era el que recuerda mi llegada a esta tierra.
Recuerdo también haber preguntado a mi madre qué era para ella la felicidad y me respondió: «No es como una gran luz, sino infinidad de pequeñas estrellas».
Hoy que me confieso feliz, tengo otra idea que sí recuerda algo a la de mi madre, pero va más allá.
Identificamos felicidad con bienestar, con alegría, con actividad, frenética a veces… Y por contra, todo lo que nos resta esas sensaciones, emociones, o sentimientos lo tomamos como desdicha.
¿Pensamos alguna vez qué hacemos aquí, para qué y por qué nos ocurren las cosas que nos pasan?
Mi impresión es en general, que llenamos de actividad el día para no pensar, para sentir poco, para pasar lo que yo llamo como maletas cerradas sin que nos alteren los acontecimientos y nos llenamos de seguros para que pagando, creamos estar protegidos de mayores males.
LLamamos diversión a ir a lugares atestados de gente y a eso le decimos «que hay ambiente» o que «hay mucha marcha». Hay quien busca actividades que produzcan adrenalina a tope, para contar luego lo emocionante que fue.
Y al trabajo, a la rutina, los desapreciamos como actividades indeseables, estresantes y descartables.
Me pregunto qué haríamos si no tuviésemos nada que hacer 24 horas al día, 365 días al año. Los parados no parece que disfruten, y bien de tiempo libre que tienen…En cuanto a la rutina, si tuviésemos que pensar cada vez que hacemos esas cosas comunes y repetidas, nos volveríamos locos de exceso de esfuerzo.
Imaginad aprender cada día a abrir con llave nuestra casa, o cómo cocinar un alimento, o cómo conducir nuestro coche, o qué sitio de mi salón me es más grato. O pensar en cómo colocar cada cosa y buscarle todos los días su sitio…¡Yo bendigo la rutina porque me trae paz y sosiego!
La Vida esta llena de ascensiones en busca de pequeños o grandes retos. Unas veces son personales y auto impuestos. Otras vienen como exigencias externas. Y uno al principio puede ver aquello más que como una ascensión, como un horror y puede sentir que no podrá con ello. Pero…Pasa el tiempo, y meses, años después, hemos cogido precisamente unas rutinas que nos permiten ganar tiempo y actuar con eficacia y lo que parecía imposible, se torna factible e incluso lo hacemos bien. ¡Hasta muy bien! Hemos llegado a una «meseta» de la experiencia. Parece fácil y solemos querer quedarnos ahí, cuando se produce otro reto y volvemos a ascender hasta llegar a una nueva meseta.
Esto es cierto tanto a nivel laboral, como emocional, como familiar, como para cualquier aspecto vital. No se nos permite apoltronarnos. El coche falla. Los hijos no hacen lo que parece razonable. Los amigos se van. La casa se resquebraja. Se inunda, o se caen los árboles, o cambian las normas o…SIEMPRE APARECE ALGO, que no nos permite acomodarnos, o alguien que nos piche, o alguien que nos conmueva.
Cada reto trae nueva información, nos hace más ricos, más sabios, nos cuenta si va a nuestra personalidad o no, si es posible abarcar más o requiere cambios…
¡¡No siempre el reto es amable!!
Con alguna frecuencia el reto te afecta emocionalmente, te descoloca y te desequilibra, en ocasiones lo hace de tal manera que da vértigo. y entonces a eso NADIE lo llama felicidad.
Lo que yo llamo ahora felicidad es vivir la vida con intensidad, que los días me traigan sensaciones y emociones, que me dé cuenta de que tengo no sólo una mente pensante, sino un corazón, que intuye cosas, que toca realidades y que en suma intercambia con el mundo conocimiento y experiencia.
Por supuesto que prefiero sintonizar con la dicha, la dulzura del amor, o la fraternidad de la amistad…Pero me he dado cuenta de que nada de lo que me ocurre pasa en vano, ni para mi mal.
Hay un viejo refrán castellano que dice: NO HAY MAL QUE POR BIEN NO VENGA.
Lo suscribo totalmente.
Cuando fui una mujer maltratada aprendí a confiar en mí mucho más que cuando la vida era buena conmigo.
Cuando afronté el alcoholismo de mi esposo, desarrollé capacidades y un conocimiento de lo que es amor que de ningún otro modo habría alcanzado.
Cuando vi morir a mi hijo de 21 años descubrí que la muerte no existe.
Cuando mi casa se quemó, me hizo un gran favor el incendio, porque me libró de mil y un enseres con los que ya no podía vivir y lo verdaderamente valioso va conmigo, de modo que no perdí. Y gané algo inaudito: saber del aprecio de muchos que reunieron para mi justo la suma de dinero que yo necesitaba, que no tenía y me permitió vivir tras tan fatal accidente.
Cuando perdí en ese incendio a mi padre y a mi madre al tiempo aprendí a vivir de mi propio esfuerzo, a valorarme más, crecí lo que no está escrito…
De mi separación aprendí.
De mi viudez aprendí.
De cada uno de los desastres, mal llamados «desastres», mi esperanza creció, mi seguridad en la Vida aumentó y mi fe en el prójimo se magnificó.
Estos y mas «desastres» me han enseñado a ser feliz porque respiro; porque late mi corazón, porque veo, porque toco y me tocan y me place; porque hay un sol para mí cada mañana y una luna por la noche… Si además me siento querida, tengo amigos de veras y mi futuro es mi hijo más todo el amor que pueda dar, y miro los seres vivos, el cielo que me cubre y cuántas ventajas me da la tecnología para que mi vida sea más fácil, sería un pecado pedir más.
Hay días tristes. Pero de la tristeza he sacado la capacidad de valorar la alegría. Hay días amargos, pero de la amargura he sacado la capacidad de sentir la dicha.
Para mí ser feliz es estar VIVA, atenta a mi corazón y a lo que mis actos provocan en otros. Ser feliz es muy sencillo. BASTA AMAR LO QUE UNO ES SIN EXIGIR A NADIE QUE SEA DE OTRO MODO. Y desde luego no oponerse a lo que la vida plantea, porque si lo hace es que podemos con ello.
No. SER FELIZ no estar «guay» 24 horas al día 365 días al año, sino apreciar las lucecitas que se nos muestran como decía mi madre, pero conscientes de que hay mucho más que eso, si uno VIVE. Simplemente.