Hay una nefasta tendencia en el hombre a recurrir de forma instantánea a su memoria y a su experiencia. Lamentablemente ante las dos opciones básicas que se abren al evaluar y discernir cómo usar esa experiencia, prácticamente siempre escogemos la misma.
Salvo los niños, en ellos se borra todo a los segundos de suceder y pasa a su inconsciente a modo de registro, uno que les permite seguir como si nada hubiera pasado, el ser humano dispone y abusa de una llamémosle «lista de sucesos» a los que se une una experiencia mal resuelta.
Se añaden a las propias, las que los «ilustrados» adultos nunca dejan de recordar y de recordarnos.
Ocurre algo. Provoca una reacción. Y es de agrado o desagrado. La mente emite un veredicto: MALO. Bueno. Indiferente quizás… Y se almacena en nuestro armario mental.
Si vuelve a ocurrir algo similar, se despierta la alarma. Y si la experiencia fue registrada como «mala», la evitaremos. Está condenada y seremos los heraldos que advertirán al resto.
No está mal que así suceda. Aunque… es peligroso para nuestro bienestar.
De lo nuevo puede salir la dicha tanto como el daño. Y por no afrontar la posibilidad del daño, nos perdemos el gozo de vivir.
Cada día no parece nuevo justamente debido a esta tendencia. Está por inercia en nosotros. Pocos son los que conscientemente desoyen este espíritu distorsionador. Hay miles de dichos populares, dudosamente sabios, que proponen seguir así:
«Cuando las barbas de tu vecino veas pelar, echa las tuyas a remojo que te las van a cortar». «Hombre precavido vale por dos». » Más vale pájaro en mano que ciento volando». Suelo terminarlo diciendo: ¿También si ese pájaro está podrido ya?
Ser precavido es adecuado. Hacerlo por sistema supone tirar de memoria y actuar según lo que nos dicta.
LA MEMORIA AYUDA…, si no PRIVA de MIRAR CON OPTIMISMO, esperanza y CONFIANZA.
CONFIAR o DESCONFIAR. Quien opta por desconfiar enciende un aviso. Antes de que nos demos por enterados, nos dice: «No muevas ficha».
Esta tendencia pretende un bien:
Evitarnos sufrir… Si la instalas dentro, por no sufrir terminamos por no VIVIR. Crea un ánimo auto protector. Y si es por supervivencia solamente…¡Qué bien! Poner la mano sobre una llama quema. No lo haré más. Sin embargo actuamos así con todo, como si fuese lo sensato en cualquier campo, la mejor opción. Cambiamos de ropa. Pero el interior ni lo revisamos.
Vivir es arriesgar, animarse a probar novedades, tener agallas para saborearlo todo. La alternativa a esta forma de sentir la vida es convertirla en rutinaria, mediocre, y aburrida.
Y la rutina no es nociva. ¡Que va!
Sería terrible levantarse cada mañana teniendo que aprender a hablar, a andar, a relacionarse, a comer…A cuanto afortunadamente ya dominamos. Evita plantearnos a cada paso cómo realizar tareas sencillas: almacenar nuestras pertenencias, conducir un vehículo, realizar nuestro trabajo o distribuir el tiempo en función de nuestras prioridades.
Pero…¿No conviene revisar el criterio con que establecimos qué es prioritario?
Son actitudes conformistas con nuestra propia forma de pensar y ser las que crean leyes internas, que si bien fueron un acierto, tal vez hoy son un peso, frecuentemente inconsciente que impide generar posturas y conductas nuevas. En otras palabras: Quien yo creo ser, alguien que lo quiera o no ha de adaptarse a los tiempos siempre cambiantes, no es el que inicia un día, sino quien está anclado en el de ayer.
Morimos a cada instante. Nos pasa desapercibido e incluso la cultura, los medios, la filosofía actual de vida juega a favor de olvidar que no te vas a morir un día…, sino que cada día, incluida la infancia, nos estamos muriendo. Quienes tienen una enfermedad terminal abren sus ojos. Se proponen hacer cuanto nunca se dieron permiso para hacer. ¿No sería mejor sentir cada día nuevo?
Morir no es un mal. El malestar nace porque dispusimos de tiempo y nos emperramos en leyes propias que dificultaron a la vida expresarse en nosotros. NO VIVIMOS LA VIDA.
¡¡¡Alerta, alerta, dice mi corazón!!!
Puede ser tanta mi desconfianza, que justifico mis penas porque es una tontería intentar confiar. ¡Hombre, si ya lo dijo este o el otro…, si ya me pasó a mí que aquello no funcionó…, si está visto que hacer las cosas de aquel modo no funciona…O peor: Lo he leído en…O lo dice tal o cual sabio.
Certezas parecidas crean en nosotros y en nuestros hijos, la seguridad de que intentarlo de nuevo, o de otro modo pero con el mismo objetivo, fallará. ¡Si amenazamos a nuestros conocidos! Ahí la memoria nos ancla al pretérito imperfecto.
El pasado es perfecto. Informa de cómo no actuar. Tiene a su favor lo entrañable del rito, lo bello de las tradiciones… Y lo que es más importante: los errores.
¿Buscamos qué hizo errar nuestra experiencia? No. La condenamos. No volvemos a retomarlo confiando… Lástima dejar pasar media vida esperando al doctor que anuncie: se acaba el tiempo, o nos sorprenda nuestro descuido muriendo al volante, por ejemplo.
Recordad cómo éramos. No hace tanto. Probábamos desoyendo a los adulterados (adulto comparte raíz con adulterar). Madurez no es sinónimo de adultez. El maduro aprovecha lo conocido sin prohibirse nada.
Apuesto por confiar. Sin confianza no hay vida. Y si no sale como quiero, miraré dónde me equivoqué, pero sin dejar de CONFIAR:
Primero, en la niña que fui; luego en la adolescente que seguramente soy aun. Mi edad no la fija el año que nací. Y POR SUPUESTO en la raza humana.
Quizá asustan tanto los robots, pues…¿Cómo confiar en quien los crea? Hemos perdido la fe y hay mucho más bien que mal aun si las noticias resaltan solo el dolor. Hay mucha bondad suelta.
¡¡¡ALERTA!!!
El enemigo no está fuera. Vive en las convicciones que condicionan tu vida y coartan todo intento de confianza en uno mismo y en la humanidad.