No nos enseñan bien la historia. Aprendemos por tiempos y por países lo ocurrido. Pocas veces se hace historia comparada. Lo suyo sería estudiar por siglos cuanto ocurre, relacionando los hechos, los personajes coetáneos. Entonces entenderíamos muchas cosas: los datos con que se nos martillea perderían interés a cambio de comprender porqué el mundo hace lo que hace.
En 1649, mediado el siglo XVII, Inglaterra hace algo cuya repercusión fue determinante, no ya para ellos, sino para el mundo entero: DECAPITARON A SU REY. Podría creerse que es irrelevante. Pero este paso justo o injusto, significó tirar por tierra por PRIMERA VEZ una institución que como un difícil logro de toda la edad Media y parte de la moderna era crucial: El poder absoluto del rey respaldado por la Iglesia.
Actualmente separamos religión de ciencia, y ambas del poder, como si no hubiese relación alguna. Pero Newton, científico diríamos hoy, no separaba sus postulados de Dios, y como él, la ciencia del siglo XVIII. No es casual que los cardenales coronasen a los reyes. Era tanto como decir: a este le respalda, nada menos, que Dios. Y por extraño que parezca, por ese toque de «divinidad», durante siglos, la realeza actuó con su reino como si fuese su casa. El hombre perdió la fe a caballo del desarrollo industrial y tecnológico, es decir, en los últimos dos siglos, no antes.
Un pueblo que se cargó a su rey pudo plantearse un siglo después que sus intereses no eran los del rey. Eso hicieron «las colonias» de Norte América creando una revolución sin precedentes en la historia moderna, creando una república: Los Estados Unidos de América. Era 1776, casi el siglo XIX. Un siglo y medio es poco tiempo para el hombre. Aún puede conocer a quienes retienen relatos narrados por hijos de quienes vivieron aquel tiempo.
Y a partir de aquí, como piezas de dominó llegan otras revoluciones.
Siglo XVIII, 1789, sólo trece años después de EE.UU. Francia guillotina a Maria Antonieta y al rey Luis. Poco más de un siglo después es Rusia quien fulmina a la familia real entera. La Revolución Industrial comienza durante la segunda parte del siglo XVIII. Dato crucial, porque paralelo a nace la escuela moderna: se necesitan obreros con una mínima instrucción. Si añadimos el descubrimiento de las vacunas durante el XIX y el XX, veremos aumentar significativamente la población. No es un dato menor.
El poder absoluto del rey descansaba, entre otras cosas, en que aquellas poblaciones tenían un número manejable. Ahora, somos 7.700 millones… DEMASIADOS para controlar nuestra voluntad. Sin la religión respaldando al poder, divinizándolo, con gente formada (25% del total) y usando internet (un 53%), la gente común puede estar informada y resistirse al gobierno. Hemos visto circular noticias del móvil que en minutos, no ya en siglos como antes, llegan a millones y mueven conductas, no siempre acordes al interés de quien manda. Repito: SOMOS DEMASIADOS.
¿Sería una tontería creer que necesitan reducir nuestro número o manejarnos de algún modo? ¿Y si la tecnología, ahora que es diminuta, lo consiguiese? ¿Cómo?
Hagamos un virus llamativo, no matará más que otros naturales, y un encierro general para que se note. Martilleemos con noticias durante semanas para que el miedo al contagio justifique una vacuna. Y ¿Por qué no? Que esa vacuna lleve nanotecnología, de modo que cuando el sistema 5G funcione plenamente, para controlar a las masas sólo harán falta las ondas. ¿Quien rechazará una vacuna que libra de la muerte que hemos visto tan cerca?
Sobran el respeto reverencial al rey cuya autoridad venía de Dios, las guerras, las enfermedades contagiosas, y ya no sobra gente. Desde lejos, sin hipnosis ni nada, mediante aparatitos minúsculos que nadie sabrá que le inocularon al vacunarse, nos dirigirán y tendrán mano de obra y gente tranquila…
Yo no voy a vacunarme voluntariamente. Entiendo que, de ser cierto, formaría parte del plan de la Vida, pero hay otra manera de vivirla. Uno puede dejar de creer que el enemigo, cualquier enemigo, está fuera. Todos somos uno, como lo estamos comprobando. Y el UNO no tira piedras contra si mismo. Una vez más la receta ES amar.